Dicen que los
clásicos contra Chile, no se juegan, se pelean y se deben ganar. Pero más que
un partido de fútbol, resulta siendo una beligerante disputa de honores y
jactancias, que aparte de jugarse en un campo de juego, pasa más por una declaratoria
permanente de encono del hincha, del ciudadano patriotero que rememora pasados
degradantes de gobernantes que nunca puede obviar cada vez que hay uno de
pasaporte sureño al frente, mirándolo a los ojos. Esta Copa América puso de
nuevo frente a frente, en una cancha de fútbol, a un Chile entonado y un Perú
diferenciado, para concurrir una vez más ante esa vieja rivalidad y eterno
antagonismo que debía poner a uno de los dos en la final del torneo. Un partido
de descarte de alto voltaje y de mucho nervio.
Gareca para
contrarrestar a Chile y su juego vertiginoso de cambios de frente y apilamiento
de sus hombres para ser siempre verticales, sorprendió con Carrillo de titular,
pero en el juego le dio la razón. Fue su velocidad y potencia el complemento de
marca y salida, con un ida y vuelta encomiable, por ese flanco izquierdo donde
los de Sampaoli suelen romper esquemas. Farfán encima de Díaz, para evitar el
primer pase, desbordando y llegando de 9 o por fuera. Lobatón con Ballón,
ajustando a Valdivia y Aranguiz, un Advìncula sobresaliente, convertido en un
purasangre atómico, encaramando el pensamiento de Alexis Sanchez ganándole
todas las divididas y prendiendo el turbo cuando se lanzaba en ataque. Paolo
suelto, para resolverse solo, con categoría, aguantando y definiendo la
personal, ante una marca estricta y zonal. Atrás sólidos y afirmados, una línea
de cuatro bien definida, planteando un partido estratégicamente perspicaz y
solidariamente efectivo. Nunca se vio un equipo agazapado, ni atrincherado
mezquinamente para contragolpear, fue atrevido, temerario, buscando neutralizar
arriba, hacer daño con presencia en campo contrario.
Pero el encuentro
tiene una lectura antes y después de la expulsión de Zambrano, hace un rechazo
intimidatorio y se gana la roja, de la manera más insensata. Decir que es un
“joven” que debe aprender de su error y que ha pedido las disculpas al grupo y
al país, resulta un apañamiento a ese modo estúpido de confundir la garra, la
actitud o la fuerza de león, con una precaria capacidad mental para asumir
partidos de alto riesgo. Fue una acción desafortunada como inoportuna y
jodidamente irresponsable, porque es una acción reiterativa. Era el mejor
momento de Perú, que a partir de ese instante tuvo que remar contracorriente,
rearmarse, cambiar la chapa a la puerta y recomponer las ventanas. Nada
garantiza que hubiera sido el mismo final, pero condicionó el trámite. Chile
primero pareció sorprenderse de que le alivien la carga y Perú tuvo que
doblegarse más de lo que estaba diseñado en el plan inicial. Si era difícil con
11 completos, con uno menos, todo era condicionalmente jodido. Se jugaba otro
partido se escribía otra historia.
Y en el
replanteo, Gareca sacrifica a Cueva y perdemos el vértigo, Carrillo garantiza
la potencia del ida y vuelta, reformula la defensa con Ramos pero pierde
espacio en tres cuartos de cancha. Hay que correr más, ofrendar más desgaste y
Chile crece en volumen y el orgullo peruano se va haciendo heroico. No hay
diferencia individual pero si territorial. Chile tiene más posesión del balón,
pero Perú por momentos, se sobrepone y logra el control del juego. El gol
Chileno viene de tanta insistencia, mordida pelota que mete Sanchez y habilita
a Vargas que la empuja ante la impotencia de un país que le revolvía las entrañas.
La respuesta peruana vino de una forma eficiente de juego, con los triángulos
formados en los tres frentes. Subida vertiginosa de un Advìncula que lanza un
misil al área, donde lucha Carrillo y obliga a Medel a meterla en contra. Grito
pelado del Perú entero para hacer un canto a la igualdad y un regaño a la
injusticia.
Sampaoli modifica
en el segundo tiempo para ganar el medio con Pizarro y su control del balón.
Perú no afloja y la diferencia numérica no es más que una circunstancia. El
equipo fiel a su nuevo estilo de nunca rifar el balón, no se repliega de manera
usurera y se pone guapo, insiste, asimila el golpe, responde con entereza y se
hace atrevido, busca hacer daño jugando, tocando y saliendo desde atrás. Una
pelota caprichosa se despega del botín de Paolo y queda a merced del chileno
Vargas que se encomienda al santo de la providencia, para ensayar un zapatazo
que hace una parábola asesina y se clava ahí, entre la ilusión y la esperanza
peruana, lejos de las manos morenas de Gallese que solo decora la pintura con
una estirada inútil. GOLAZO, de otro partido, de otro momento, pero que nos
volvió a poner cuesta arriba. Pero ello no amilana a un Perú que no deja de
sorprender, no deja de luchar cada balón, no deja de jugar, de tocar y de brindarse
con mucha hombría y voluntad. Meritorio lo entregado hasta el último minuto,
cuando solo el tiempo y el pitazo final pudieron convencer a este Perú versión
Gareca, que ya era suficiente y era hora de parar de soñar.
Los clásicos del
pacífico se juegan, se pueden ganar o perder, pero siempre dejan mucha
polémica, mucha adrenalina que demora en disiparse del ambiente. Nunca es grato
felicitar al que pierde, porque resulta siendo un abrazo sedativo, pero este
Perú nos dejó prendidos y no hay nada por reprochar, el resultado fue esquivo,
pero se jugó con mucho amor propio y demasiada inteligencia para juntar la
voluntad y mucho de talento. No hay consuelo para esta derrota porque produce
un dolor grande y está bien que duela, hay que desahogar la impotencia, no somos ni héroes lastimados ni titanes venidos a menos. Era previsible perder este partido, pero se condicionó para poder
ganarlo, hubo respuesta sin perder nuestra identidad de juego, poniéndole un poquito de pimienta y
comino. Gareca ha puesto en la mesa la actitud por asumir por todos, ni
desenfrenados en el triunfo ni recalcitrantes en la derrota, solo el fijo
pensamiento que siempre se puede dar más, potenciando nuestra propia capacidad.
Esta derrota hoy
nos duele más, quizás porque dejamos de lado la mesura y nos pusimos a soñar
con algo que nunca creímos posible, pero que hicimos viable conforme nos
pasaban la película. En la vida como en el fútbol, el dolor es una forma de
asumir una desventura, pero también una forma de recomponer los sentimientos.
Esta no resulta una desgracia irremediable, si se asume sin triunfalismos
baratos y extravagantes patriotismos. Aunque nos falte un peldaño para traer
una medalla en el cuello, asumamos con humildad que no solo se trata de cambiar
nuestra forma de jugar y celebrar el triunfo en un partido, sino en forjar las
bases sólidas que nos permitan afrontar un proceso serio y una eliminatoria
digna.
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