La historia dirá
que hubo un país llamado Brasil, donde el futbol era su esencia, su ADN, su
forma de ser. Su gente era feliz jugando descalzo en la playa y correr tras un
balón era una manera de expresar su alegría. Desde que nacía un niño, su primer
regalo tenía forma redonda y cuando crecía dominaba una lata, un palo o lo que
sea. El fútbol se fue haciendo una forma de coexistencia y el olor del
maravilloso mar carioca y la hermosa vista de Rio de Janeiro desde el Cristo
Redentor, era una postal que iba acompañado con un balón de fútbol. Y nació el
deporte rey, el que se desperdigaba por calles, plazas, en la playa. Ver jugar
a un equipo brasileño era un canto a la belleza, una forma de expresión de su
cadencia y su técnica hecha un carnaval.
Y fueron naciendo
sus mejores exponentes, los artistas del balón que crecieron del tamaño de su
país, que desbordaron las fronteras y hasta llegaron a tener su propio “Rey del
Futbol”, a quien llamaron Pelé. Los nombres se fueron sucediendo y escribiendo
en la historia. Desde Garrincha y Didí hasta Rivelino y Tostao. Desde Zico y
Socrates hasta Romario y Bebeto. Desde Ronaldo y Ronaldinho hasta Kaká y
Roberto Carlos. Su selección fue denominada el “Scrath” y fue ganando torneos
mundiales hasta hacerse una potencia del futbol. Sus equipos trascendían en el
firmamento futbolístico y sus jugadores, eran un dechado de virtudes técnicas.
Su destreza fue valorada en el mundo, porque mantenían un estilo único y
privilegiado. Fue denominado el “jogo bonito”. Ese que encandilaba, que
subyugaba de placer y lograba levantar copas mundiales.
Pero un día el
futbol cambió y se modernizó con la globalización. Se fue convirtiendo en un
negocio y fueron apareciendo los profetas irreverentes del futbol. Los
revolucionarios, enemigos de la gambeta, de las piruetas y del juego bonito.
Eran los asesinos encubiertos que venían a este planeta fútbol, para matarlo,
para enarbolar su bandera del “Solo sirve el resultado” y “Hay que ganar como
sea”. Y los brasileños les creyeron. Fueron convencidos que para seguir ganando
títulos, no debía tener jugadores, sino atletas o robots. Y entonces crearon un
hibrido de jugador, lo pintaron de verde y lo denominaron Hulk. Tanto se creyó
el argumento de eliminar su imagen de futbol vistoso por uno más práctico y
creó un ejército de jugadores mecanizados, cuyos modelos referenciales tenían
el nombre de Alex y Fred. Quiso imitar el estilo europeo y desperdigó a sus
jugadores por ese continente. Pero como una forma de previsión, guardó un solo espécimen,
que llevaba el ADN original y es el único sobreviviente de la esencia misma de
jugar que tuvo Brasil. Su nombre es Neymar.
Y Brasil fue
bendecido para organizar su propio mundial, donde mostrar su nueva faceta, su
nueva forma de jugar, su moderno y actualizado modo, más acorde con los
tiempos. Lejos del arte, su esencia natural y más cerca de un estilo prosaico
concordante con su nueva camada de futbolistas. Se hizo un equipo que peleaba
más de lo que jugaba. Su “clonados” no daban resultado y tuvo que rendirle
culto a su Dios joven, Neymar. Era su mejor enviado, su carta de triunfo. Pero
los tiempos cambiaron para el futbol, cada nación potenció sus virtudes y
corrigió sus defectos. Brasil solo borró su identidad, quiso hacerse un equipo
resultadista. Quiso ser igual que los demás. Dejó su sabor, su sandunga y
perdió su alegría. No hizo una mixtura de fortalezas y habilidades, solo
eliminó su espíritu de artista, para hacerse más materialista.
El destino le dio
el primer cachetazo, quitándoles a Neymar. Y tuvo que disputar la semifinal de
su propio mundial, con su gente, con su pueblo. Sin su joya más valiosa y sin
Thiago Silva, encomendados a lo que David Luiz, el nuevo caudillo, pudiera
infundir en este equipo. Al frente estaba la tremenda selección de Alemania. Un
conjunto compacto, dúctil, con un trabajo concatenado de años, que trabajó el
potenciamiento de sus jóvenes figuras, para lograr ser más que un equipo, un
plantel sólido en todas sus líneas. Alemania fue la otra cara de la medalla. A
su estilo rígido, disciplinado y altamente competitivo, le agregó una pizca de
malicia. Unos toques de picardía, de esa esencia natural muy sudamericana y que
por ejemplo Brasil, estaba dejando de lado. Y se hizo fuerte de mente y de
cuerpo, una preparación física excepcional, lo hacían un poderoso candidato a
llevarse la copa, de la casa del país anfitrión.
Y llegó el día
que el mundo del fútbol recordará para siempre con congoja y también con
rebeldía. Alemania sin ser una fiera amenazante, despedazó a este Brasil,
presionado y “obligado” por un pueblo, para convertirse en un monstruo de siete
cabezas. Fue muy temprano que empezó esta aniquilación. Pelota parada, una
delicia alemana, un equipo que maneja bien las dos áreas. Pérdida de marcas y
Muller asesta el primer latigazo. Lo que vino después es inexplicable,
inaudito, absurdo, fuera de cualquier raciocinio. En menos de seis minutos
fatales Brasil, el Pentacampeón mundial, en su casa, frente a su gente, había
recibido cuatro goles más. Un 5-0 que sonaba a vergüenza y humillación. La
fortaleza alemana sin hacer mucho esfuerzo, aplastaba una inoperante defensa
brasileña que lucía descaminada, vacía, sin vida. Lo que vino después solo
produjo indignación, irritación, desilusión y un inmenso dolor en todo el mundo
futbolero. Vino el sexto y el séptimo, de una Alemania que era despiadada y
cruel. Cada gol alemán era una puñalada al orgullo, al sentimiento. Es cierto
que Alemania era superior en todos los frentes, pero un 7-1 final tiene ribetes
de tragedia, incluso mayores a las del famoso “Maracanazo”, pesadilla que
aunada a esta, son para perder el sueño por mucho tiempo. Scolari asume toda su
culpa y con mucho de razón. Quiso ser resultadista, imitar a los próceres del
anti futbol, prendiendo las velas de la esperanza a Neymar y colocando un grupo
de acompañantes sin perfil adecuado para ser protagonistas. Una vez ausente, la
luz principal, todo se quedó a oscuras.
El futbol, tiene
estas cosas que duelen pero dejan un aprendizaje. Hoy hay un pueblo destrozado
anímica y moralmente, pero el fútbol no acaba aquí, el balón seguirá rodando,
deberá levantarse de su resignación, recomponer el sufrimiento y repotenciar su
materia prima, hacer una mixtura de talento y músculo para recuperar esa
identidad que tanto orgullo le brindó. Aunque será imposible de olvidar, las
imágenes de esos niños que llenaban su vaso de gaseosa con sus lagrimas o los
“meninos” que se sacaban sus máscaras de Hulk y las tiraban al piso. Será
difícil olvidar los rostros de desgracia en todo un pueblo que respira fútbol.
Será difícil de echar a la espalda, esos seis minutos malditos, que generaron
este holocausto brasileño, que nos dolió a todos.
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