Que sublime resulta hoy el fútbol, cuando la
nostalgia deja asomar los recuerdos de una jornada épica que nos regaló un Barcelona
de Champions, en una grandeza de partido, primero por lo épico y después por lo
trascendente que va a ser para el futuro. Y es que resulta tan difícil no dejar
de conmoverse viendo nuevamente las imágenes de esos instantes finales, con un Barça
jugado a muerte, en un asedio absolutamente descarnado, con Piqué jugando de 9
y a Ter Stegen de volante central, quitando un balón milagroso cuando el tiempo
se extinguía. Un Messi desacomodado, aprisionado entre tantas piernas, un Luisito
jugando con lágrimas en los ojos, mordiendo una angustia que carcome su raza y
un Neymar prodigioso, excelso, extraordinario, pidiendo
el cetro de nuevo Rey de Catalunya, haciéndose tan trascendental para generar la
remontada, incluso cuando ya las fuerzas abandonaban a sus compañeros y la
ilusión se desvanecía como agua entre los dedos. Neymar ha conseguido ser un crack
entre tanto monstruo, le faltaba un partido como este para que se pinte como el
próximo líder del futuro Barcelona.
Difícil entender como a uno nuevamente se le hiela
la sangre, cuando Cavani puso la daga en la garganta para el 3-1 y esos dos mano
a mano que pierde y nuevamente se paraliza el aliento cuando Mascherano recibe
el perdón de Dios, por esa heroica como suicida barrida ante Di María, en lo
que hubiera significado un masivo ataque cardiaco a los cien mil hinchas culés
que empujaban el balón al arco contrario y una conmoción sentimental para todos
los que se pusieron la camiseta del Barça en el mundo entero. Y es que aún
siguen en carne viva las emociones vividas y que seguirán estremeciendo el
sentimiento de los amantes del fútbol, por mucho tiempo, de ese fútbol que nos
acostumbró el Barcelona, aunque sea una versión diferente al que defendía con
el balón y era efectivo hechizando con su Tiki-Taka, pero que en esta gesta
demostró que algunas veces el corazón tiene forma de balón y que sin dejar de
jugar, se puede ser apasionado para buscar un resultado.
Se entiende ahora que aquellas caras largas de los
jugadores del Barcelona en el Parque de los Príncipes, cuando el PSG había
sellado la diferencia de 4-0, en un partido con baile que encontró al “fideo”
Di María en estado de gracia, era el fiel reflejo de la ingratitud que tiene el
fútbol a veces, cuando no juegas mal, pero tus intentos se hacen añicos ante errores
que cuestan un partido y un jugador rival iluminado. Aquella vez, ese silencio
cómplice entre los blaugranas y su hinchada, ante una presunta suerte echada,
fue para repensar las cosas más que para reprochar algo. Fue una muestra de
adhesión a la causa y un juramento sin palabras que debían marcar un hito en la
historia. En estas instancias de Champions, donde los goles valen su peso en
oro, este Barça debía pasar del encantamiento a la pelea descamisada y
condicionarse a jugar pensando más que en remontar un partido, en defender un
honor, obligándose a superar una vergüenza.
Me declaro confeso incrédulo y el más testarudo
pesimista, que no se quiso sumar a ese ejercicio de fe que hizo el equipo
catalán. Tenía claro que para remontar el 4-0 lapidario, el Barça debía jugar
para 9 puntos y el PSG hacer un partido chato de 5 puntos. Había que marcar un
gol rápido, eficiencia para neutralizar el juego de contra que impone Emery,
así como una eficacia letal para llegar a la red, sin dejar que despierte el
rival. Una tarea titánica, pero dos partidos no son iguales y los
planteamientos técnico tácticos obedecen a las necesidades, a este en
particular le sobraban las urgencias.
La clave fue el sistema súper arriesgado de Luis
Enrique, un 3-4-3 con presión alta desde el inicio, ida y vuelta de Rakitic,
los galones de Mascherano, la banda ganada por Rafinha y a Iniesta siendo el
ancla del juego. Arriba, la trilogía del gol, Messi, Suárez y Neymar para
demostrar que cuando están enchufados, no existe misión imposible, pues aquello
que se pinta ilusorio lo hacen viable. La apuesta del todo o nada, la propuesta
totalmente distinta al juego de París y un despliegue de energías magnánimo,
encomiable para un planteamiento táctico tremendamente temerario. El fútbol
moderno tiende a presionar a los técnicos a generar más riesgos en la
consecución de resultados, pero se dan situaciones de juego como la de este
partido, con un PSG que defiende una ventaja a ultranza y plantea matar de
contra, generando mucho más apasionamiento que racionamiento, es cuando se debe
apelar a la paciencia, para ir desmadejando opciones, neutralizando al rival en
su cancha, presionarle la garganta para quitarle el aire y ser efectivo de cara
al gol. La intención y las ganas están siempre para ambos, nadie sale a perder
un partido, pero hay momentos que tiene el fútbol, en que por más que se
intenta las cosas no salen bien. Esta vez el Barcelona, estuvo glorificado,
pues el fútbol le dio la oportunidad de hacer el primer gol empezando el
partido y de cerrarlo en el último suspiro. Estado de gracia que le dicen.
Difícil, muy difícil va a ser olvidarse de esta
grandeza de partido, no se ven muy a menudo este tipo de proezas y uno no deja
de estremecerse ante una epopeya de esta naturaleza. Y es que resulta imposible
no emocionarse nuevamente al ver los hinchas culés y sus rostros de
desesperación y plegaria, que explotan en un Camp Nou desenfrenado, sumido en
un éxtasis de demencia colectiva cuando Sergi Roberto estira su propia sombra y
pone el botín milagroso, para sellar una epopeya inolvidable y que en el
epílogo dejó en el cielo una acuarela pintada de delirio azulgrana.
Una gesta que parecía imposible pero que se
convirtió en la proeza más grande de la trayectoria de un club como el
Barcelona, acostumbrado a ganarlo todo, de la manera excelsa y aristocrática de
su fútbol, pero que de seguro le faltaba una hazaña inolvidable de esta
dimensión, que traspase su propia historia, su propio legado.
VIVA EL FUTBOL!!!
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