Este Uruguay que en
nuestra cancha, se vio en todo su esplendor, de equipo de peso pesado, con
jugadores que saben y tienen por costumbre estos tipos de rigor de competencia.
Un equipo mañoso, aplicado y diestro para generar el descontrol en el rival. Un
partido decisivo que los celestes lo han jugado con un cuchillo entre los
dientes y un pedazo de hielo en la cabeza. Pero que aparte de sus capacidades
individuales y colectivas, esta vez tuvo un aliado rufián y mezquino en el
árbitro de dudosos antecedentes. Primero para comerse una agresión
delincuencial de Lugano a Farfán y después un codazo alevoso que pareció casual
de Gargano a Paolo que le abrió la ceja y lo sacó del partido. Todo fríamente
calculado. Uruguay para la pelea es tremendamente perverso y retorcido.
El árbitro puede
ser un truhan o un turbado personaje, pero lo que no se puede perder es el equilibrio,
la tranquilidad. El descontrol es un cáncer que empieza a minar la paciencia y
termina por contaminar la tolerancia. Yotun entró al juego patrañero y se fue
expulsado. A Uruguay le hizo bien perder a Forlan, pues Situani hizo una labor
atinada para copar la línea por donde podía trepar Vargas y fue el enlace
perfecto para las subidas de Cavani y el “cebolla” Rodriguez. Suarez se fabrica
un penal a costa de la inexperiencia de Ramos. A Luisito lo silban en la
Premier League porque es un actor hollywoodense, es de esos jugadores
antipáticos, desagradables y fastidiosos, lo critican porque muerde cuellos y
golpea orejas. Pero si jugara en nuestro equipo, le daríamos licencia para que
muerda y joda todo lo que quiera.
Perú hizo lo que
debía y podía. Pero fue siendo devorado por la ansiedad. Caímos en el
descontrol y allí es cuando más se requiere de la jerarquía, algo que
adolecemos y en el cual Uruguay nos lleva muchas cabezas de ventaja. Cuesta
hacerse el fuerte cuando el rostro de Farfán deja escapar una mueca de dolor y
sus lágrimas nos quiebran la fortaleza, cuesta no doblarse de impotencia, al
ver la sangre en el rostro de Guerrero. Pero no hay tiempo para llorar, tampoco
hay lugar para el reproche, pero si para la reflexión. Se ha logrado levantar
la cabeza y hay una mejora que no se ha podido reflejar en los resultados, por
ahora, esto es lo que somos y el lugar donde estamos. Lástima que vayan a
aparecer como siempre, los verdugos de siempre, los frustrados conocidos y los
fiscalizadores honorables. En la derrota y la frustración se hacen más
visibles.
El tren se ha
detenido en su última parada y los peruanos deben bajar su equipaje, lo que fue
un entusiasta sueño de hacernos competitivos, Uruguay se encargó de
despertarnos de dos certeros cachetazos. Un final lleno de tristeza que nos
duele a todos, pero más que realistas nos debe hacer sinceros de corazón. Ya no
sirve la calculadora, es hora de ir levantando la carpa y empacando las
ilusiones para ir habilitando la sala de casa. Será otro mundial que no estará
nuestra selección y otro mundial que los peruanos lo verán solo por TV. Hay que
levantarse es verdad, pero como nos cuesta esta vez, estamos tan quebrados de
ánimo que nuestros pies pesan como plomo, la esperanza de intentar seguir
jugando, se desvanece en el aire como un hilillo de humo gris. Lo que resta es
un consuelo, pero que poco que sirve.
Quizás la
clasificación la perdimos ante Uruguay, pero fueron esos puntos desperdiciados
de local los que nos hicieron llegar a este partido al límite. Ante Colombia
que pudimos rescatar un empate y ante Argentina, en el mejor partido de esta
selección, que debimos quedarnos con el triunfo. Fueron cuatro puntos valiosos,
los mismos que le han puesto a Paolo Guerrero en la frente, cuyo rostro
ensangrentado, es una espeluznante postal de nuestro dolor. Esta vez hubo
sangre, sudor y lágrimas pero todas fueron peruanas y una vez más de
sufrimiento. Una triste y acostumbrada forma de sentir el fútbol.