La noche fantástica

El fútbol debe ser una fiesta, pero han tenido que rasgarnos el corazón para entenderlo. Para comprender, que al estadio se va a alentar y no a pelear. Que cuando juega nuestra selección, hay que ponerse la camiseta y romper la garganta, estimulando nuestras emociones para empujar a nuestros jugadores en cada balón disputado, jugando nuestro partido en la tribuna, sudando y compartiendo un mismo sentimiento, con la misma entrega y la misma intensidad que se vive en la cancha.

La fiesta estaba pintada. Nuestro Estadio Nacional lucia majestuoso y vestido con su mejor traje albergando a los hinchas de saco y corbata, los de origen humilde y los olvidados. A los padres, los hijos y los abuelos. Estaban los globos y las luces multicolores, las camisetas pintadas de rojo y blanco. Estaban los cremas de oriente, que olvidando rencores mutaban su nombre y eran “La franja” avivando el ambiente con sus cánticos. También estaban Daniel, Rubén y Roberto, mis amigos entrañables, cantando abrazados el himno nacional con el pecho hinchado de orgullo y esperando que suene el silbato, para que nuestra selección nos brinde una gran alegría, para poder celebrar con ganas, mi cumple del 5 de octubre, que coincidió con el del “loco” Vargas.

Y hubo razones para celebrar. Porque a pesar de que Perú no pudo anotar en el primer tiempo y abusaba del pelotazo, careciendo de sorpresa, se arañaba el gol y se amagaba romper la paridad, pero faltaba la puntita. En ese ir y venir de oportunidades fallidas, el hincha razonaba y aplaudía, pero no exigía. Porque veía la capacidad colectiva de un equipo que ha crecido en solidaridad para recuperar el balón y aprendió a defender con orden. Era solido en defensa, con el vigor de Acasiete y en cada brinco de Rodríguez, que parecía un ángel cuando se suspendía en el aire. Agresivo en el medio con Cruzado, que ha crecido una barbaridad y prolijo con Balbín para ganar los rebotes. Un ataque demoledor, con los “Cuatro fantásticos” Pizarro, Vargas, Farfán y Guerrero, que en cada arremetida, parecían multiplicarse en una tropa de élite. No había el gol, pero se tenía con que lograrlo, era una cuestión de tiempo y de saber esperar con paciencia.

Y hubo razones para gritar. En ese inicio de puro vértigo del complemento y esa sensacional pelota que roba Farfán, para irse al frente, pisando el área y dejarla para Paolo, que arremetió como una tromba, llevándose de encuentro la honra guaraní y definir con sangre fría de asesino profesional. Como ese 9 que nos faltaba tanto y que hoy lo sentimos más completo, más definidor. Un goleador que se transforma cada vez que se enfunda la bicolor. Fue el primer gol que nos hizo a mis amigos y yo, desgañitar la garganta y desparramar nuestras emociones en un grito enfervorizado lleno de furor. Esa otra robada de Balbín que se fue sumado en fantasía, para generar una jugada colectiva y el taco elegante de Farfán para Pizarro, que hace el amague por fuera para arrastrar la marca y sacar una puñalada al área, allí donde estaba el verdugo, otra vez Paolo, otra vez el goleador con olfato de sicario al servicio del gol. Fue el instante en que mis amigos y yo, terminamos de hacer trizas nuestra faringe. Era el 2-0 final, un resultado contundente y lapidario, pero que por la forma como se crearon oportunidades, pudieron ser más goles y así y todo, hoy dirían que fue mezquino el marcador. Paraguay era un escombro, que dejaba a su paso el vendaval blanquirrojo.

Se ha visto un equipo peruano que tuvo dinámica, ritmo y disciplina, jugando para los 8 puntos, aunque al comienzo faltó pisarla más y exponerla menos. Hubo actuaciones individuales destacadas, pero me quedo con el colectivo. Quizás Cruzado fue el mejor porque se devoró la cancha y estuvo para la perfección. Rodríguez un consumado artista de la anticipación. Vargas, un luchador por excelencia, una aplanadora con chimpunes que sumaba en ataque. Farfán imparable por derecha, en base a potencia y velocidad. Paolo fundamental y determinante en los momentos claves, generando y definiendo extraordinariamente en el momento exacto. Todos destacados y en nivel superlativo, pero contrariamente a la lógica, me quedo con Pizarro, por su importancia dentro del verde, para arrastrar marcas, para generar espacios. Recogiéndose oportuno y ordenando al equipo cuando era necesario. Poniendo su experiencia al servicio de los demás. Un mariscal de cancha.

Este triunfante inicio, sirve para alegrar los corazones, pero no debe hacernos perder la calma. No nos volvamos locos con el triunfalismo barato, cuesta celebrar sin embriagarnos de ilusiones, pero esto recién empieza y necesitamos estar unidos en pasión y raciocinio. La competencia va a ser durísima, el objetivo está más arriba del cielo y este es el primer peldaño de la escalera. Se viene Chile y debe primar la tranquilidad allí donde hay demasiada inquietud, revanchismo y resentimientos escondidos. Porque a Santiago se debe ir a jugar al fútbol y no en plan de conquista. Hay que ir a competir con lo bueno que tenemos y con lo que creemos ser protagonistas.

Si en la cancha estuvieron los “Cuatro Fantásticos” que fueron puntales en este triunfo memorable, en la tribuna, estuvimos los cuatro “Superamigos” que se pintaron el alma de rojo y blanco emocionándonos al límite de la alegría, saltando y gritando hasta quedar afónicos. Tengo la garganta hecha miseria y el corazón alborotado. Pero nos hemos ido del estadio contentos, porque hemos compartido una noche fantástica, en la que los peruanos hemos reconciliado nuestras pasiones y hemos vuelto a tener orgullo de nuestra camiseta. Hemos dejado de pelearnos y ser enemigos, para unirnos en ese abrazo intenso, entrañable y sincero, para cantar el himno nacional con el corazón en la boca y hacer flamear en el alma, una bandera blanca de paz y esperanza.

VAMOS PERU CARAJO!!!






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