El último pasajero

La fiesta de un clásico es especial. Desde la previa cuando todo se va vistiendo de azul y crema, hasta el entusiasmo que va calando las fibras de todos los hinchas, que revierten en un partido de fútbol, una añeja rivalidad, una consabida provocación, para saberse más ganador que el otro incluso antes que empiece el partido. Son los eternos antagonistas, que se odian y se quieren, se aborrecen y se confrontan, se miran y no se tocan, pero en el fondo ninguno de los dos, puede negar que se necesiten más de la cuenta para sobrevivir.

Daniel es un hincha de la U a muerte. Asume que desde pequeño fue santificado por el fútbol, desde que le pusieron la crema en el pecho y desde entonces ha reverenciado su pasión con una devoción extrema, a veces desquiciada, calenturienta, pero tan humana como su propia personalidad. Es de aquellos hinchas acérrimos, de carácter apacible y noble, pero aguerrido y temerario. En su memoria aún le queda, aquella noche de clásico del 99, en la definición del Play Off, cuando llegó a Matute y sin entradas en la mano, no tuvo alternativa que meterse a la tribuna sur. Obligado por las circunstancias y en el corazón de la hinchada blanquiazul, vio dar la vuelta a su crema de toda la vida, pero no pudo celebrar y fue un mudo testigo de un triunfo, que solo pudo desfogar cuando llegó a casa.

Este nuevo clásico tenía la misma convulsión de los anteriores. Era un encuentro de la juventud grone contra la experiencia crema, la expectativa estaba puesta en el verde y la emoción llenó la grada muy temprano. Daniel, esta vez quiso poner a prueba su temple y en una zafada decisión, quiso parecerse a esos jugadores que hacen la distinta. Esta vez no había apremios y era solo la bravata del hincha crema que le hace a su archirrival. Se escribió con plumón rojo cerca al corazón, la U de sus amores y se puso un polo de color plomo. Partió hacia la caldera, con una sonrisa socarrona, no le dijo a nadie de su aventura, aunque algo le intuía que se iría de allí con la sonrisa encubierta, al contrario de la primera vez, ahora era, con premeditación, alevosía y ventaja.

Daniel, llegó a Matute y desde su ubicación, pudo sentir nuevamente la adrenalina, de estar respirando el mismo aire del enemigo, mirando de reojo la muchedumbre que pintaba de crema gran parte de esta caldera que hervía de pasión grone. Una forma de sentir diferente el clásico, haciendo la del valiente clandestino, que se metió al patio del vecino para hacer una travesura desvergonzada, pero tan a título personal como su propia identidad. Sin querer tuvo que compartir, la pasión desbordante del Comando Sur, tocar su bandera y sonreír tímidamente, cuando la U hizo su aparición.

El pitazo dio inicio a un concierto de errores y desconexiones de planteamientos. Una lucha por ganar y tener la pelota, pero no saber qué hacer con ella. Costas apelando a la mixtura de la experiencia y juventud, que le daban rapidez pero careciendo de contundencia. El “Chemo” jugándose el puesto y apostando a defender el resultado, con Alva y Fano sacrificados delanteros en función defensiva. Alianza exponiendo y la U respondiendo. La consecuencia, fue un encuentro de acciones maniatadas, con mucha fricción, con delanteros sin llegada y con actuaciones individuales aplaudibles, más no consecuentes. Bazán en Alianza y el “Negro” Galván en la U. El joven que se va haciendo realidad y el experimentado que se hizo un muro contra el arresto blanquiazul. Partido por momentos aburrido, sin peligro en los arcos. Fácil los arqueros, se iban a los vestuarios, se lavaban la cara y nadie los hubiera echado de menos.

Para el segundo tiempo, Daniel ya se sentía satisfecho, al margen del partido, se había dado el gusto de ser un atrevido hincha merengue, que enrostraba su orgullosa opinión de Reynoso, que primero se defiende y después existe. El partido había caído en un letargo y parecía extinguir las emociones de los hinchas, Era la hora de que un superhéroe baje al verde. Visa fuerza una jugada en el área y penal indiscutible. El “Pato” Quinteros, se para frente al balón. Su rostro no era de confianza, al frente Raúl Fernández, lo miró fijo a los ojos, lo esperó hasta el último instante y aunque le pegó bien, el arquero demostró una potencia de piernas admirable y en una espectacular mano cambiada, atajó el disparo. Fue una pena máxima, mas para el aliancista que para el portero crema que desde ese instante se hizo figura.

En la tribuna, Daniel, solo atinó a morderse los labios, de satisfacción extrema, pero también de orgullo, porque Fernández, estaba para terminar vestido de Clark Kent, pero como otras tantas veces, terminó siendo un verdadero Supermán. El pitazo final, dejó un clásico aguachento, deslucido, con mucho fervor en la tribuna, pero exagerado fragor en el verde. Demasiada fiesta para tan poco fútbol, con una renuncia al gol y una cacareada forma de defender un resultado a costa de mucho sudor y poca disposición. Una apuesta al esfuerzo físico, pero una carencia de ideas colectivas, una lucha intensa para no dejarse vencer, pero una renuncia implícita para no intentar ganar. Los compadres, dejaron el fútbol –una vez más- como tarea pendiente.

Mientras en la tribuna, Daniel veía muy campante, el descontento de los hinchas grones. Y es que un clásico no se juega, se gana y un empate en casa tiene sabor a derrota. Daniel, salió de Matute tranquilo. No perdió y tampoco ganó. Por la noche ha sentido que el haberse atrevido a volver a la tribuna del rival, lo haya llenado de vanidad extrema, pero sabe que en el fondo, ello no pasa de una diablura, un cosquilleo a la jactancia, para saborear el miedo desde el ojo de la tormenta. Quizás cuando la hinchada blanquiazul, lo vio salir con ellos, lo miró con ignorada desconfianza, pero ni se tomó la molestia de pedirle sus credenciales y fue el último pasajero del autobús del desencanto. Y es que para ser tan hincha crema y meterse a la boca del lobo, hay que sentir bien adentro la camiseta, ser un provocador consumado o estar un poco loco.


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